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Una liebre preñada entró en labor de parto y decidió buscar un lugar para parir a sus crías. Encontró un sitio al margen de un río y parecía un lugar bastante adecuado. De repente, el cielo se cubrió de nubes grises. Un rayo cayó y dio inicio a un incendio en el bosque. Para empeorar la situación, a su izquierda estaba un cazador. Y, por la derecha, un zorro que la acechaba seguía el olor de su presa.
¿Acaso la liebre moriría calcinada? ¿La atraparía el cazador? ¿Saldría corriendo directo a la boca del zorro? ¿Sobrevivirían sus pequeñas crías? ¿O de alguna forma ingeniosa se las arreglaría para salir de esta terrible situación?
Sin ninguna posibilidad de acción, la liebre hizo lo único que le quedaba por hacer: se concentró en el nacimiento de sus crías. En ese preciso instante, la secuencia de eventos fue como sigue, en este orden:
- El cazador levantó el arco, pero un relámpago lo cegó momentáneamente.
- La flecha tomó una trayectoria inesperada y alcanzó al zorro.
- La lluvia arreció y apagó el incendio.
- Las crías nacieron y la liebre junto con sus pequeños sobrevivieron.
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En algunos episodios de la vida, podemos tener la impresión de que estamos acorralados, que no tenemos salida. Quizá alguna vez hayas estado en la situación de la liebre. Las posibilidades están totalmente en tu contra y aparentemente no hay solución. Pero en momentos como este, debemos considerar dos puntos:
El primero es que el tiempo es una constante inalterable y totalmente independiente de los hechos. Al tiempo no le interesa, siempre sigue su curso. Y las cosas siguen sucediendo en esa línea temporal, lo quieras o no. Se trata del principio de la transitoriedad.
Cuando las cosas cambian todo el tiempo, ya no es cambio. Es algo mucho más grande: impermanencia. Es el surfista y la impermanencia de una ola.
Y el segundo, complicadísimo, es enfocarnos en aquello que realmente podemos hacer, seguido de algo todavía mucho más difícil: entregarnos de forma incondicional a aquello que no podemos hacer. Incluso hay una oración muy famosa entre los católicos que dice “dame la serenidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar; valor para cambiar las cosas que puedo; y sabiduría para conocer la diferencia”. Como dice el refrán: “Sobre el muerto las coronas”.
Este curioso fenómeno, del tiempo acomodando el problema por cuenta propia, no es tan raro como parece. Y no por qué exista algo mágico en todo esto, sino porque muchas veces nuestra interpretación es mala y tal vez la solución no era tan improbable como parecía. Dicen que por lo menos el 80% de nuestras preocupaciones nunca se hacen realidad. Y si miramos al pasado, creo que esto se confirma.
De la misma forma que el tiempo genera la impermanencia de todo, la relación entre todas las cosas genera una reacción en cadena. En un castillo de naipes, si se mueve uno, se mueven todos.
Y no importa el nombre que se le dé a este mecanismo, ya sea de índole espiritual o totalmente pragmática y terrenal. Lo importante es que, en ocasiones, lo mejor que puedes hacer es quedarte ahí, calladito, e incluso esperar hasta que las cosas se ajusten. Principalmente cuando no hay nada que dependa de lo que tú puedas hacer.
Al final, solo basta un segundo. Basta un relámpago.
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