Algunas expresiones se explican por sí solas y el “sentimiento oceánico” es una de ellas. Supe de esto por primera vez en “El malestar en la cultura”, un ensayo de Sigmund Freud publicado en el año de 1930. Cuando Freud aborda la religiosidad, que consideraba una ilusión, es confrontado por los argumentos de un amigo identificado en el escrito como Romain Rolland.
Este amigo entendía que la fuente de la energía religiosa no sería una ilusión, sino una sensación real de eternidad, un verdadero “sentimiento oceánico” a partir del cual alguien podría considerarse religioso, aunque rechazara la fe, la creencia en un Dios omnipotente o la vida después de la muerte.
El “sentimiento oceánico” es expresado por Freud como una impresión de relación y comunión con el mundo. Explicó su origen dentro de la Teoría Psicoanalítica, intentando desentrañarlo a través del estudio. Si Freud hizo a un lado el sentimiento oceánico como explicación psicoanalítica para la creencia religiosa de las civilizaciones, me permito rescatarlo en su esplendor literario. La literatura no pretende ser ciencia; por eso, tiene esa bellísima licencia de revolver la basura de las ideas.
“Sentimiento” es una palabra abierta – en este cabe toda la masa difusa de nuestra subjetividad.
“Oceánico” es un adjetivo que nace del sustantivo “océano”. El océano es la colosal porción de agua que envuelve a más del 70% de nuestro planeta. Vasto y grandioso, resguarda en sus entrañas los secretos de una biodiversidad invisible a nuestros ojos y que, como seres terrestres, experimentamos desde los márgenes uno de los principales componentes de la Tierra.
El océano es místico e inimitablemente hermoso: desconocemos todo el esplendor biológico que sustenta. Por eso es que sugiere eternidad: cuando nuestros ojos investigan su fin, se encuentran con la línea del horizonte, que no es más que el límite de nuestros propios ojos, nunca del océano; este parece continuar de un modo que penetra lo inconmensurable.
Oceánico es el sentimiento capaz de hacer caber en sí la inmensidad del mundo.
En lo que respecta a nosotros, a veces, hay sentimiento sin océano.
Son esos días que parecen transcurrir en cajas minúsculas, en jaulas hechas de rutinas y quehaceres. A los colores de la vida parece faltarles el azul celeste reflejado en la inmensidad líquida de los mares. Son lágrimas finas que escapan de los ojos y se secan en las fibras de una almohada; sin inmensidad, sin eternidad. Nuestra profundidad e importancia no caben en un cotidiano poco profundo y sus ocurrencias superficiales.
Sin embrago, también hay océano sin sentimiento.
¿Cuántas veces atestiguamos la belleza infinita y única de un suceso, pero carecemos de disponibilidad en el corazón? ¿Cuántas veces dejamos que el cansancio, la costumbre y el recuerdo nauseabundo de los fracasos nos congelen frente a una situación a la que deberíamos lanzarnos con fervor?
La magia solo sucede cuando el sentimiento y el océano se funden en un letargo muy difícil de describir: es el sentimiento oceánico.
No tiene fórmula, cada uno lo experimenta a su manera.
Viajar despierta en mí el sentimiento oceánico. Experimentar lo inédito de otras culturas, platicar con personas diferentes y visitar la belleza de lo que se construyó tan ajeno a mí me hace zambullirme en una profundidad de sensaciones. El placer de viajar es tan intenso que me olvido de la comodidad, la fiebre, el miedo a las alturas, la timidez: lo desconocido es un mar abierto donde puedo inventar, reinventarme y fingir ser quien yo quiera en un lugar distante, diferente.
También encuentro en algunas personas el sentimiento oceánico. Diálogos que se abrazan, ideas que se conectan sin la necesidad de palabras explicitas. Con algunas personas construí arduamente ese tipo de relación. Con otras, ni siquiera tuve que esforzarme: supe desde el primer instante que eran océanos seguramente navegables sin mapas o recursos cartográficos.
Una copa de vino con las canciones de Billie Holiday o Ella Fitzgerald, hacen de las noches de Luna un océano negro en el cual puedo enredarme por siempre, perderme en el encanto de la vida.
Un paisaje inesperado descubierto en la cima de una montaña. Una escena singular apreciada en la plaza de una ciudad. La conexión con la naturaleza, con los otros animales. El perfume del pasto recién cortado, del pastel de mamá, el abrazo de una persona distante; una canción, un poema, algo que nos haga revivir pedacitos del pasado. Un libro que nos lleve como si la realidad muriera allí, en la sucesión de sus páginas.
El sentimiento oceánico tiene un fuerte elemento onírico – mezcla la realidad con ingredientes de los sueños, los recuerdos y la imaginación.
Cuando encontramos a alguien capaz de provocar en nosotros el sentimiento oceánico incluso en los días de rutina, se hace necesario evitar que pase a formar parte de los sucesos ordinarios de la vida.
Además, el amor debe ser como una perfecta expresión del sentimiento oceánico. No existe un amor que vislumbre su fin o que reconozca como una ilusión su impresión de eternidad e inmensidad.
El sentimiento oceánico transcurre en el interior de un momento, y los momentos son finitos; pero el sentimiento oceánico, como tal, no conoce de tiempo ni espacio.
El amor, en su deslumbramiento, solo sabe manifestarse con eternidad e inmensidad. Si un día deja de ser eterno e inmenso, es por qué se perdió; océano y sentimiento perdieron su unión, su conexión.
Cualquier amor, incluso aquel que ha sido reducido a escombros, fue eterno e inmenso cuando sucedió.
El sentimiento oceánico es aquello que lo justifica todo, que nos llena de buenas razones para existir. Es cierto que se hace difícil para nosotros, que nacemos con guías para el éxito y somos alentados a seguirlas siempre, bajo la amenaza de que se nos considere personas menores y despreciables. Así, es natural que nos dejemos llevar por vías terrestres, duras y secas.
Pero yo apostaría a que aún podemos encontrar formas de amar, viajar, leer, hacer amigos, soñar, preparar pasteles y experimentar los encantos del mundo. Aún podemos librarnos de las escafandras de la rutina, esos cascos enormes que nos hacen insensibles ante la vida. Aún podemos poner el corazón en sintonía con la belleza oceánica de vivir.
El artículo El sentimiento oceánico fue publicado en Marcianos.
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