En el transcurso de los primeros 60 minutos, apenas y cruzaron palabra. Él estaba evidentemente nervioso, jamás lo había hecho antes. Ella se mostraba bastante comprensiva y tranquila: “acostémonos juntos en la cama”, dijo ella, “y veamos lo que sucede”. A continuación el destino siguió su camino: se estaba divirtiendo tanto que por poco y olvida el montón de cables que tenía conectados a la cabeza.
Corría el año de 1970, él era un paciente de psiquiatría de casi 25 años. Ella, una prostituta que se ganaba la vida en el Barrio Francés de Nueva Orleans, cuyos servicios fueron contratados con una licencia especial emitida por el procurador general del estado. Ambos formaban parte de uno de los experimentos más extraños, raros y crueles en la historia de la ciencia: un intento de usar el placer condicionado para convertir a un homosexual en un heterosexual, un intento por descubrir una “cura para la homosexualidad” en el laboratorio.
El paciente cuyo nombre clave era B-19, según consta en los dos trabajos académicos que catalogaron el curso del experimento, era un “hombre blanco, soltero, de gestación y nacimiento normal”. Provenía de una familia con tradición en la milicia y había disfrutado de una infancia feliz. Logró enlistarse en el ejército, pero lo expulsaron acusándole de “tendencias homosexuales” en el transcurso de un mes. Tenía un historial de cinco años de homosexualidad y había pasado tres años usando narcóticos: probó pegamento, solventes, sedantes, marihuana, LSD, anfetaminas e incluso nuez moscada y extracto de vainilla.
El paciente también padecía de epilepsia en el lóbulo temporal. Tenía tendencias depresivas y suicidas, era inseguro, procrastinador, autocomplaciente y narcisista. “Todas sus relaciones”, apuntaron los científicos con total falta de empatía, “se han caracterizado por la cohesión, la manipulación y la exigencia”.
Alterando el cerebro de un homosexual.
En el año de 1970, B-19 terminó al cuidado de Robert Galbraith Heath, presidente del departamento de psiquiatría y neurología de la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans. El curso de acción de Heath fue totalmente drástico. Ayudado por su equipo, implantó electrodos de acero inoxidable revestidos con teflón en nueve zonas del cerebro de B-19, con los cables saliendo por su cráneo. Cuando se recuperó de la cirugía, le anexaron un dispositivo de control que le permitió, bajo supervisión médica, liberar un choque eléctrico de un segundo de duración en un área del cerebro de su elección.
Antes de recibir el control de sus electrodos, B-19 vio una película que “exhibía los preliminares de relaciones sexuales entre heterosexuales”. Su reacción fue de ira y repulsión. Pero, a continuación, iniciaron las sesiones de estimulación a través del botón que parecía más agradable para él. En el transcurso de los dos días que vinieron, se dio cuenta que podía mantenerse estimulado de forma permanente, y empezó a presionar el botón “al punto que, tanto introspectivamente como desde una perspectiva del comportamiento, experimentaba una euforia de exaltación casi abrumadora, y tuvo que ser desconectado, pese a sus contundentes protestas”. Llegó a presionar el botón hasta 1,500 veces en el transcurso de una sesión de tres horas.
El experimento.
Tras diez días con este tratamiento, los científicos sugirieron a B-19 que volviera a ver la película para adultos. “Estuvo de acuerdo, sin reticencia, y durante la exhibición mostró excitación de índole sexual, presentó una erección y se dio placer hasta llegar al clímax”. Empezó a hablar sobre un deseo por mantener relaciones íntimas con mujeres – en este punto Heath solicitó permiso para contratar a alguien a quien más tarde refirió como una “femme fatale”. “Le pagamos 50 dólares”, declaró. “Le dije que podría parecerle algo extraño, pero la habitación sería completamente cerrada con cortinas”.
Aceptó hacer el trabajo, orientó a B-19 a través del proceso animándolo a construir gradualmente su confianza. “Cuando inició la segunda hora, ella informa que su actitud tuvo un cambio aún más positivo, al cual ella reaccionó quitándose la ropa y acostándose a su lado. Después, de forma paciente y solidaria, lo animó a pasar un tiempo en la exploración manual”. Pese a la timidez del inicio, él terminó experimentando algo tan bueno que – para alegría de los médicos – muchas veces hizo una pausa antes del momento del clímax, con el objetivo de prologar la sensación de placer.
¿Entonces, la terapia de Heath realmente funcionó? En un artículo que escribió posteriormente con su colega Charles E. Moan, Heath aseguró que B-19 – en entrevistas de la época lo identificó como un hombre que ejercía la prostitución – posterior al experimento sostuvo una relación con una mujer casada. Aunque también había regresado a la conducta homosexual, que solo sucedió dos veces, “cuando necesitaba de dinero y esta era una forma rápida de obtenerlo cuando no tenía trabajo”, según el médico.
Heath añadió que “dichas acciones no estaban destinadas a sustituir las relaciones con mujeres, lo que el paciente indicó estar definitivamente dispuesto a continuar”. En una entrevista que le hicieron en 1972, fue un poco más allá al afirmar que B-19 habría “resuelto muchos de sus problemas personales y está llevando una vida activa y exclusivamente heterosexual”.
Los sesgos y la falta de confiabilidad.
Pero detrás de las palabras de Heath había algo más. Aunque los electrodos que instaló en la cabeza del paciente pudieron haber promovido una excitación temporal, jamás llegaron a modificar su naturaleza básica. “Al menos en el momento en que conocí a B-19, el problema no tenía que ver con su sexualidad. Sino con que era una especie de asexuado. Simplemente no le interesaban las relaciones sexuales”, dijo John Goethe, que trabajó con Heath.
“Para mi quedó claro que algunos de sus factores de estrés estaban ligados a la orientación sexual, pero con la mayoría no sucedía así”. Iba de un empleo a otro y “no era una persona contenta con un montón de cosas”. Cree que fue B-19 quien se acercó a Heath para que lo ayudara con su sexualidad – en lugar de que le impusieran una “cura” a cambio de clemencia debido al abuso de drogas, como sugirió Bill Rushton en su momento.
Como es lógico, el trabajo del Dr. Robert Heath fue objeto de críticas durante varios años. Sin embargo, la más perjudicial tuvo lugar en 1973, en el libro “Brain Control” escrito por Elliott Valenstein. Contrario a lo que hacían los otros críticos de Heath, Valenstein – hoy profesor emérito de psicología y neurociencia en la Universidad de Michigan, Estados Unidos – pertenecía a la misma disciplina científica que Heath y por eso nunca lo acusó de ser un monstruo, pero sí de ser un mal científico.
Con firmeza, Valenstein apuntó que debido a la falta de control de Heath, su hábito de leer lo que él quería en los datos y otros errores experimentales, gran parte de su trabajo simplemente era inválido. “Mi critica a Heath”, dice hoy, “es que pareciera no saber cómo probar sus propias conclusiones para verificación. Siempre estaba interesado en los resultados que eran espectaculares – como encontrar alguna proteína en el cerebro que evocara esquizofrenia. Publicó trabajos de ese tipo, pero jamás analizó las explicaciones alternativas, nunca probó la confiabilidad de sus descubrimientos, siempre estuvo muy dispuesto a divulgar de forma precoz sus conclusiones, de manera que no era muy confiable”.
Fuentes: medicalxpress
El artículo Experimento para “curar” la homosexualidad de Robert Heath fue publicado en Marcianos.
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