Mi padre solía ser un hombre tranquilo mientras yo crecía. No era un padre cruel o frío, tampoco negligente, simplemente era un sujeto callado. Cuando hablaba, lo hacía con un tono suave, con una voz apacible, el equivalente en sonido al tofu. Era la voz de un hombre que odiaba inmiscuirse en los asuntos de otra persona.
Mamá murió cuando me dio a luz, así que tuvo que hacerse cargo de mí. Viendo mi vida hoy, me gusta creer que hizo un buen trabajo allanando el camino para convertirme en la persona que soy. Creo que es algo que a muchos les gusta ignorar. Tuve el privilegio de ser moldeado por mi infancia, a diferencia de algunas personas para las que la vida adulta no es más que el proceso de obtención de la misma.
Desperdiciamos demasiado tiempo de nuestras vidas pagando errores que nunca cometimos, y olvidando o suprimiendo relaciones que nunca solicitamos.
Como sucede con muchas personas, mi infancia es un poco borrosa, con algunos recuerdos notables que flotan entre la niebla. Entre más años cumplo, más espesa se vuelve esa niebla, hasta el punto en que todos esos recuerdos del pasado se presentan difuminados y distorsionados. La historia que les contaré hoy no es muy larga, pero es una que merece la pena trasmitir antes que el recuerdo se desvanezca en el olvido.
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Cuando tenía diez años, sufría de una serie de pesadillas inexplicables. El principal motivo de que fueran “inexplicables” se debe a que aún estaba despierto cuando sucedían.
Seguramente muchos de ustedes están deduciendo que sufría parálisis del sueño en la infancia, pero no es el caso. Podía levantarme, moverme e incluso interactuar con el ambiente que me rodeaba. Incluso intenté correr hasta la puerta de mi habitación para escapar de esas pesadillas sin ningún resultado positivo.
Eso fue porque, como me enteré después, mis pesadillas eran reales.
Siempre sucedía de la misma forma: una sombra profundamente oscura se deslizaba en mi habitación hasta una pared del dormitorio, era retorcida y demacrada como la silueta de un espantapájaros mal hecho. Dos puntos brillantes, como cigarrillos encendidos, le proporcionaban a sus ojos un chisporroteo de vida, y un gruñido bajo se hacía escuchar entre la oscuridad.
Después de esto las cosas se ponían mucho peor.
“Niño estúpido”, siseó la sombra, en un tono tan maligno como el de un viejo profundamente amargado. “Pequeño trozo de porquería. Dejado para ser un insignificante cobarde”.
Esas palabras solo las había escuchado durante el recreo de la boca de los niños malos, y oírlas me hundía en una tormenta de culpa impulsada por el temor a Dios. Ahora que lo pienso, incluso me parece irónico, pues esa cosa, el monstruo, no podía estar más alejada de Dios.
Muchas noches soporté ese tormento, escuchando al monstruo, rezando para poder dormir. Tenía demasiado miedo como para contárselo a mi padre, no por que creyera que iba a reaccionar mal, sino porque me preocupaba que el monstruo también empezara a atormentarlo a él. Había tenido una vida difícil después que mamá murió, no podía permitir que también tuviera que preocuparse por esto.
Era una mezcla de fobia e insomnio, no podía dormir y estaba aterrado de que llegara la noche.
“Nena”.
“Inútil”.
“Cobarde”.
“Porquería”.
Había oído más veneno en las palabras del monstruo en unas pocas semanas que en la totalidad de mi vida hasta ese instante. Sin duda tuvieron su efecto: no podía dormir, comía menos, me alejé de mi grupo de amigos y abandoné los estudios en la escuela. Las palabras de aquella sombra larga y cruel estaban destruyendo mi vida, noche tras noche.
Con el tiempo tuve que hacer algo, así que me acerqué a mi padre mientras desayunaba y bebía café.
“¿Papá?”, le pregunté, percibiendo un repentino temblor en mi voz.
Le dio un sorbo al café y me miró, con una sonrisa tenue. Era propia de él: medida, razonable. Raramente mostraba algún tipo de emoción extrema en cualquier situación.
“Papá, tengo algo que decirte. Algo malo”.
Hubo un destello de reconocimiento en sus ojos, tomó una silla y la puso junto a él.
“Ven, siéntate aquí. Háblame de eso”. Dijo, dándole otro sorbo al café.
Hice lo que me pidió e intenté mantener la calma. Sentía como si el monstruo me hubiera poseído, como si hubiera cambiando la forma en que funcionaba mi cerebro. Me había condicionado a ser dócil, callado y sereno.
“Tengo problemas, en mi habitación”, le dije, experimentando nuevamente el tremor. “No quería decirte para que no te preocuparas. Quizá no me creas, y pienses que estoy loco y… y…”
Para entonces ya estaba llorando. Lágrimas tibias y vidriosas escurrían en mis mejillas enrojecidas. Pero hubo algo más: la sensación de las manos fuertes y grandes de mi padre envolviéndome los hombros mientras me miraba con amor a los ojos.
“Me puedes contar lo que tú quieras, hijo. No hay nada que no podamos superar juntos. El problema puede parecer grande, pero si me lo dices, podremos resolverlo”.
Eso me impactó más que nada. Quizá parezca una exageración, pero creo que fue la oración más larga que jamás me hubiera dicho. Al escucharlo hablar así me dio fuerza para contarle mi historia.
Y lo hice. Le dije todo lo que me había estado pasando.
Una vez que terminé, mi padre dio un largo y tembloroso suspiro. Él también estaba llorando.
Hay algo inquietante en esa escena, ya sabes, ver a tu padre llorar. El que estaba destinado a secarte las lágrimas, el que debía ser lo suficientemente fuerte como para no llorar. Es una idea tonta que los niños tienen, hasta que se dan cuenta que los adultos siguen siendo niños que fingen tener una idea de lo que está sucediendo.
“¿Qué pasa, papá?”, le dije.
Me miró, intentando sostener una débil sonrisa.
“Mi padre… no era una persona muy agradable, hijo. Era un sujeto sumamente aterrador. Solía beber mucho y decir cosas terribles. A veces, cuando se enojaba, llegaba al punto de golpear a tu abuela y a mí. A medida que crecía, fui mejorando en hacerle frente, pero al final siempre me ganaba”, dijo papá con una señal de rabia en su voz. “No había nada más grande y malo que tu abuelo, hijo. Pasé noches enteras escuchando mientras maltrataba a tu abuela, y solo quería que muriera. Me hubiera gustado que le diera un ataque al corazón y simplemente cayera muerto, o que hubiera estrellado su auto camino a casa”.
Papá suspiró y sacudió la cabeza.
“Imagínate eso. Desear la muerte de tu propio padre. Bueno, tuve mi deseo cumplido antes de conocer a tu madre. Él tenía lo que llaman aneurisma cerebral, que es como una vena rota en el cerebro. Los médicos dijeron que ni siquiera había tenido tiempo de darse cuenta que estaba muriendo”. Papá apretó los dientes en lo que parecía un gesto de arrepentimiento en la última parte, creo que siempre voy a recordarlo. “Se fue. Así como así. Y yo estaba tan enojado, hijo. Muy enojado. Sentía como si me hubieran estafado, sentía que él se merecía algo mucho peor. Algo mucho más cruel. Los hombres retorcidos no merecen este tipo de final”.
Esa era la primera vez que escuché a papá hablar sobre el abuelo. Ni siquiera sabía de su existencia hasta ese momento.
“Cargué con todo ese enojo a cuestas durante un tiempo. Pero la cosa sobre la ira, es que solo se trata de temor que se salió de control. Mi padre tenía miedo de sentirse pequeño, por lo que hizo que mi madre y yo nos sintiéramos insignificantes para él poder sentirse grande. No era más que un perdedor, uno que se aprovechaba de los débiles”, dijo papá. “Y me tomó un tiempo darme cuenta de lo que tanto temía, hijo. Tenía miedo de convertirme en él, sobre todo después de la muerte de tu madre. Verás… estaba molesto, y todo ese temor y tristeza podrían haberse convertido en ira si lo permitía. Pero no lo haría, porque yo no soy como él”.
En ese momento, su labio inferior empezó a temblar. Eso, lo sabe todo mundo, es lo que precipita a una descompostura final.
Y, por supuesto, así fue.
De un momento a otro, mi tranquilo y reservado padre era un desastre.
“Yo no soy él, maldita sea. No soy él. No soy él” balbuceó entre lágrimas. “Nunca te haría daño de esa forma, hijo. Yo jamás le haría daño así a nadie”.
Le tomó un momento tranquilizarse. Se limpió las lágrimas con una toalla de cocina y se volvió hacia mí.
“No voy a dejar que te lastime, hijo. Sé que es él. Las cosas que te dijo que eras, son las mismas cosas que me decía a mí. No sé por qué ni cómo sigue aquí, su mancha negra aún existe en este mundo, pero eso se acaba hoy”.
Papá se inclinó hacia adelante y me tomó de los brazos.
“Eres mi hijo, no de él. Ese viejo bastardo está muerto y jamás te volverá a decir una palabra”.
No tenía sentido en aquel entonces, pero ahora sé por qué mi padre actuaba de esa forma, por qué era tan tranquilo y reservado. Tenía miedo de convertirse en el monstruo en la pared, de convertirse en mi cruel abuelo muerto. Le preocupaba que si alguna vez perdía el control, si se pasaba un poco de esa delgada línea emocional, el monstruo también saldría de él.
Pero estaba equivocado. Jamás existió un monstruo dentro de él. Mi padre fue y es el hombre más grande que he conocido.
Esa noche, mientras me acomodaba para dormir, mi padre se sentó a mi lado en la cama. Sostuvo mi pequeña mano, reconfortándome como un protector como lo haría la presencia de Dios. Después de todo, en eso se resumía todo, Dios y el diablo, lo único que los diferenciaba era la forma en que eligieron tratar a las personas bajo su poder.
Bondad o malicia. En eso se resume todo.
Cuando la sombra se extendió por la pared, como siempre lo hacía, sentí la mano de mi padre tensándose sobre la mía. Incluso entre toda esa oscuridad reconoció a su padre.
“Déjame solo con el niño”, siseó la sombra. “Lo estás malcriando, Michael. No quieres que se convierta en un trozo de porquería insignificante, ¿verdad? Jamás lo hubiera querido para ti”.
“Lo que tú quieras no importa”, gruñó mi padre con una voz tan fuerte como el acero. “Lo que tu hayas querido jamás importó. No eres más que un viejo estúpido, lleno de odio. Tuviste tu maldito tiempo, ahora sal de nuestras vidas”.
La sombra pareció deformarse y ondular contra la pared, sus ojos rojos se intensificaron aún más.
“Escúchame, papá”, oí decir a mi padre con una voz que denotaba ira y tranquilidad al mismo tiempo. “Esta es mi casa. Este es mi hijo. Si alguna vez vuelves a poner un pie aquí otra vez, te arrastraré al infierno yo mismo. Y esa es una promesa”.
Se escuchó un silbido prolongado, como si dejaran escapar el aire de un globo. Me atreví a abrir los ojos y a ver la silueta oscura de mi abuelo evaporándose en la pared, dejando nada más que la pintura azul que siempre había estado allí.
Papá habló mucho después de esto. Sonrió y bromeó muchísimo más también. Lo que puedo decir es que finalmente había dejado en el pasado esa parte fea de su vida, y solo así se permitió apreciar lo que tenía.
Nunca volví a ver al abuelo.
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Han pasado más de veinte años desde entonces, y por desgracia mi padre ya no está con nosotros. Pero, cuando llevaba a mi hijo de cinco años a dormir, después de dejarlo y revisar la pared azul de su habitación, me di cuenta de que las mejores cosas en la vida solo se aprecian de verdad cuando te hacen falta.
Mientras escribo esto, tendido en la cama junto a mi bella esposa, con todas nuestras vidas y la vida de nuestro hijo por delante, finalmente puedo pensar en un sentimiento final.
Gracias, papá. Gracias por todo. Por estar ahí para mí, por siempre escucharme. Y gracias por darme la infancia que nunca tuviste.
Por eso, mi hijo y yo siempre te estaremos agradecidos.
Esta historia la encontré en nosleep (un subforo de Reddit donde jamás me hubiera imaginado encontrarla) y fue escrita por DoubleDoorBastard. Se supone que era un relato de suspenso, pero terminó convirtiéndose en una historia muy especial. Ojalá que les haya gustado igual que a mí.
El artículo Gracias, papá. Por todo fue publicado en Marcianos.
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