Me estoy haciendo vieja y cada día más temerosa. Le tengo temor a todo. A la oscuridad, a los espíritus, a las cucarachas, a las montañas rusas y hasta al mango con leche. Prefiero evitarlos. Que no me inviten a actividades extremas, como descender por una tirolesa o saltar de una cascada. ¿Para qué? Soy demasiado vieja para algunas emociones. Entre más me acerco a los cuarenta, más me convenzo de que ya he vivido bastante para saber, al menos, lo que no quiero hacer.
Hoy sé que no necesito aferrarme a la adrenalina para sentirme viva. Leer un libro, ver una película o encontrar a un buen amigo me hace mucho más bien que, por ejemplo, saltar con paracaídas. Llega un momento en la vida en que no necesitamos de la autoafirmación. Nos conocemos tan bien que dejamos de hacer el más mínimo de los méritos para agradar a los demás. No tenemos más esa necesidad de sentirnos aceptados, de la misma forma que tampoco aceptamos a cualquiera.
Una cosa es cierta: el nivel de exigencia aumenta de forma impetuosa con el paso de los años y eso puede verse reflejado en todos los aspectos. Salir de casa, pero solo si la compañía es excepcional. Involucrarnos en una relación, ni hablar. Después de los treinta, nos enamoramos mucho solo si vale la pena. Antes sola que mal querida. ¿Es algo bueno? ¡Por supuesto! Se quedan los que se quieren quedar y se van los que deben irse.
Yo dejo las prisas para los jóvenes que tienen ese ímpetu para nadar, no sé por qué, contra la marea del mañana. Los años me han enseñado, como le enseñarán a muchos, que la vida no puede dividirse en apenas un día, y que no se debe beber todo el alcohol en una sola noche. El tiempo y la resaca están ahí para probar que, como quieras, el mundo sigue girando, aunque tengamos la impresión de que para nosotros solo existen dos velocidades: en cámara lenta o avance rápido.
Pero no podemos temer a envejecer. No nos convertiremos en monjas solitarias, sino que nos haremos más selectivas, más cautelosas y más reflexivas. Es más o menos así: mientras que antes nos lanzábamos al mar sin pensar, hoy primero observamos las olas, sentimos el viento y mojamos un pie a la vez.
Aunque soy temerosa, confieso que no tengo miedo a madurar. ¿Sabes por qué? Por qué la madurez me hizo darme cuenta que no tengo control de nada y de nadie, más que de mí misma. Ya no les echo la culpa a otros y no cargo con culpas que no me pertenecen. Soy más ligera y, al mismo tiempo, más fuerte. Aprendí a esquivar el dolor en lugar de dedicarme a curar las heridas. Entendí que la perfección no existe, ni los príncipes azules y mucho menos la felicidad constante.
Para terminar, una mujer madura no tiene miedo de quedarse sola. Tiene miedo de quedarse mal acompañada. Es preferible una soledad franca que una compañía traicionera. Un buen libro y un buen vino, a veces, son mejores que un montón de gente.
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