Hombres y mujeres de todas las edades sufren de trastornos alimenticios. Para mi mala fortuna, yo pertenecía a ese grupo. Durante toda mi infancia siempre fui una niña gordita. Era la típica niña que todos los años, el día de evaluación en educación física, siempre pesaba más que mis compañeras. La chica que apenas y tiene fotos del inicio de su adolescencia, pues pasaba la mayor parte de mi tiempo intentando ocultar mi cuerpo. El mayor obstáculo en mi vida era mi amor por la comida – me resultaba imposible perder algo de peso, pues no podía dejar de comer. Mientras tuviera la boca llena me sentía feliz, y me olvidaba de todo. No podía renunciar a ese mal hábito. Así, cuando pasé a la educación secundaria, me comprometí. Me metí un cepillo dental en la garganta y jamás miré hacia atrás.
Ese año, el patito feo se convirtió en un bello cisne. En el transcurso de estos 365 días perdí más de 20 kilogramos, y una parte de mí también. De repente, me convertí en la amiga atractiva. Todas querían saber cómo lo había hecho. “Dieta y ejercicios”, les decía con una sonrisa nerviosa. Nadie cuestionaba mis escapes frecuentes al sanitario ni como me mantenía tan esbelta con mis festines diarios de comida. Sí, era un adolescente atractiva y depresiva. No importaba lo miserable que me sintiera, ni tampoco que mi mente colapsara junto con mi cuerpo. La enfermedad era mi mejor amiga.
Y entonces mi hermana desapareció. Apenas cursaba el quinto grado, pero se había convertido en mi mejor amiga. Yo solía protegerla del mundo, y a cambio ella me ofrecía razones para vivir. Una noche, estábamos las dos recostadas sobre el sofá viendo un nuevo episodio de Hannah Montana. Disfrutábamos un delicioso pan de banana con nueces que mamá había preparado – era nuestro favorito. La recuerdo viéndome con sus enormes ojos azules mientras yo me devoraba la cuarta rebanada, “¿Sissy, podemos pintarnos las uñas?”. Yo sabía que cuando bajara el dedo por la garganta el sabor del esmalte sería terrible, pero le dije que sí para no decepcionarla. Lo hice por ella. Entonces tomamos un esmalte color rosa vibrante, porque “somos princesas, Sissy”, y nos pintamos las uñas.
A la mañana siguiente, ella había desaparecido.
No sabía cómo hacerle frente a esa situación, y una semana después la enfermedad se apoderó de mí. Mi vida se convirtió en un incesante proceso de comer y meterme los dedos en la garganta.
Perdí mucho peso en muy pocos días. Estaba muy esbelta y me sentía terrible. Pero no me importaba. Mi hermana había desaparecido. Ya no había nada por lo que vivir. Para aquellos que no conocen mucho sobre esta enfermedad, algo muy común son las comidas “marcadoras”, generalmente de colores llamativos, como la zanahoria, que se ingieren antes de tener un atracón, de forma que cuando devuelves todo, al ver el color de la zanahoria sabrás que todo ha salido. Era la cuarta vez que devolvía el estómago ese día, nueve días después de la desaparición de mi hermana, intentando con desesperación encontrar los M&Ms de colores que había comido antes de todo lo demás, cuando el timbre sonó. Rápidamente intenté arreglarme pasándome algo de agua helada por el rostro antes de atender la puerta. Con un poco de suerte, el vecino que venía a ofrecernos su apoyo por la desaparición, no percibiría el olor del contenido estomacal que se había impregnado en mí
Sólo abrí un poco la puerta, intentando esconder mi horrorosa y distendida barriga. Era un vecino del otro lado de la calle, un tipo de unos 30 años que vivía solo. Me entregó un pan de banana con nueces, y me ofreció sus condolencias. Le agradecí y rápidamente cerré la puerta para que no me viera llorando. Me senté allí mismo en el suelo de la entrada, sosteniendo aquel pan que era el favorito de mi hermana, y lloré. Después hice lo que hacía mejor: comí. Comí y comí sin siquiera mirar el pan, hasta que no quedó una sola migaja. Y después fui a expulsarlo. Seguramente había varias nueces en el pan, pues fue algo doloroso. Sentía como si unas pequeñas piedras me arañaran el esófago. Confundida, miré dentro del inodoro. Noté pequeños fragmentos de un color rosa vibrante.
Siendo más asquerosa, metí la mano en mi propio contenido estomacal y tomé una de las nueces con los fragmentos de color rosa. La lavé y entonces devolví el estómago con fuerza, sin siquiera recurrir a los dedos.
En mis manos estaba la punta de un dedo con la uña pintada de color rosa vibrante y un diente de leche.
Totalmente histérica llamé a la policía, sin importarme que descubrieran lo que estaba haciendo. Mis padres llegaron lo más rápido que pudieron a casa, y nos abrazamos llorando mientras veíamos cuando la policía se llevaba al vecino. Encontraron su cadáver sepultado en el jardín – le había quitado los dientes y las puntas de los dedos. Al otro día me llevaron a una unidad de rehabilitación, y él fue enviado a una prisión para cumplir su condena de cadena perpetua por la violación y asesinato de mi hermana.
Ahora estoy totalmente recuperada, sólo como cosas naturales que yo misma preparo. Y nunca, pero nunca, como cosas con nueces.
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