Hace unos días Donald Trump decidió reconocer Jerusalén como capital de Israel. ¿Si el gobierno israelí mantiene su sede en esa ciudad, cuál es el problema? Para comprender la gravedad de esta decisión, antes se debe repasar la historia del conflicto entre palestinos y judíos.
Hasta el año de 1948, el territorio que actualmente ocupa Palestina e Israel funcionaba como una colonia británica, evidentemente controlada por los ingleses pero habitada por árabes y judíos.
Los ensayos sobre un posible Estado judío, a imagen y semejanza de las fronteras referidas en el Viejo Testamento, empezaron a realizarse desde el siglo XIX. Aquella propuesta se quedó en el limbo, sobre todo porque la comunidad árabe que habitaba la zona también quería independencia, pero para establecer un Estado árabe.
La colonia se reparte.
Para los judíos, la idea de establecer un Estado soberano adquirió más fuerza que nunca tras el Holocausto. Así, en el año de 1947 la ONU anuncia un plan para dividir la colonia: en el transcurso de un año los británicos debían abandonar las tierras, y sólo entonces una región geográfica vaga formaría Israel, mientras que la otra parte sería asignada al Estado Palestino.
Jerusalén, una ciudad sagrada para ambos países, no pertenecería a ninguno. Habitada tanto por judíos como palestinos, el control sería de la ONU en algo que llamaría “administración internacional”.
Sin embargo, faltó la avenencia de los rusos. Varias décadas antes a que los británicos abandonaran el territorio, la rivalidad entre judíos y árabes ya había generado conflictos en la región. Apenas los ingleses pusieron un pie fuera, una guerra civil se desató en la colonia. Y nada de que el territorio se convirtiera en dos estados, mucho menos que Jerusalén quedara en manos de la ONU.
Los judíos tomaron la delantera el mes de mayo de 1948: fundaron de forma oficial el Estado de Israel. El documento oficial sobre la declaración de independencia indicaba que se debían respetar las fronteras que había delimitado la ONU. Sin embargo, el líder de los judíos, David Ben-Gurión, no veía sentido alguno en esta condición.
“Nosotros aceptamos la resolución de la ONU. Los árabes no”, dijo en el acto de declaración. “Entrarán en guerra con nosotros. Si los vencemos, más territorios formarán parte del Estado. ¿Por qué debemos aceptar fronteras que, de todas formas, los árabes ya no aceptan?”
Se desata la guerra entre árabes y judíos.
Dicho y hecho: los árabes declararon la guerra. Israel ganó, y además de la victoria se llevó un territorio mucho mayor que la repartición original. Sin embargo, otros países asumieron el control de algunas partes de la antigua colonia británica: La Franja de Gaza terminó con Egipto y la actual Cisjordania, con Jordania. Y entonces el mapa se convirtió en esto.
Jerusalén, ahora ubicada en las fronteras de Cisjordania, terminó dividiéndose a finales de 1948 – la mitad (“Jerusalén Occidental”) para los israelíes, y la otra mitad (“Jerusalén Oriental”) para Jordania. Así, Israel decretó que su mitad de Jerusalén era la capital del país. Pero, para evitar fricciones con los árabes el resto del mundo decidió mantenerse fiel a la resolución de la ONU, y no reconocer la posesión de país alguno sobre Jerusalén, al menos hasta que sucediera un acuerdo definitivo entre israelíes y árabes.
Sin embargo, el acuerdo jamás llegó y en su lugar explotó un nuevo conflicto: La Guerra de los Seis Días, en 1967. Israel volvió a ganar. Le quitó a Egipto la Franja de Gaza y a Cisjordania le arrebató el control sobre la Franja de Gaza y la otra mitad de Jerusalén. Gaza y Cisjordania no fueron anexados de forma oficial, sino que pasaron a funcionar como territorios semi-independientes, controlados por el ejército israelí mientras se formaba un Estado Palestino – cosa que jamás aconteció.
Así, la ciudad entera pasó a formar parte del Estado de Israel, y a funcionar como capital de la nación. Sin embargo, los miembros de la ONU no estuvieron de acuerdo y se abstuvieron de reconocer la soberanía israelí en Jerusalén, al menos hasta que no se suscitara un acuerdo definitivo con los árabes, algo que parece muy lejano.
La posición internacional sobre Jerusalén.
Para sobrellevar estos problemas, las naciones que sostienen relaciones diplomáticas con Israel establecen sus embajadas en Tel Aviv. Es el caso de México y, obviamente, de los Estados Unidos a pesar de que los gringos han sido grandes aliados de Israel a lo largo de la historia. La diplomacia entre estas dos naciones es tan afín, que en el año de 1995 el Congreso de los Estados Unidos pasó una resolución donde se decretaba que la embajada estadounidense debía moverse a Jerusalén.
Desde entonces, todos los presidentes de Estados Unidos han establecido un veto al proyecto. Reconocer de forma oficial Jerusalén como capital de Israel era echarse a los árabes encima totalmente gratis – y por una acción meramente simbólica, pues Israel, de una forma u otra, tiene el control total de la ciudad.
Sin embargo, en campaña Donald Trump prometió a sus seguidores pro-Israel que reconocería Jerusalén. Y cumplió su promesa. Se compró un nuevo conflicto por nada. Así, la esperanza de una solución que ponga fin a un conflicto que se ha extendido a lo largo de las últimas siete décadas, esperanza que ya era bastante pequeña, se hizo un poco más débil.
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