Como cualquier buena historia, esta empieza con una auto-examinación testicular. O como se le conoce coloquialmente: visitando a Doña Manuela. Era mi último día por Guatemala y me encontraba hospedado en el hotel, esperando para dirigirme al aeropuerto y abusando de mí mismo para matar el tiempo. Las cosas funcionaban tan bien como podría esperarse en una situación de este tipo. Hasta que no fue así. El dedo medio de mi mano rozó un bulto en mi testículo derecho. El placer se esfumó como la primavera en Chernóbil.
Rápidamente pasé a examinar la superficie, con la esperanza de que se tratara de algún vello encarnado. Pero dentro de mí sabía lo que era. En realidad, no había ningún tipo de dolor. Tenía todo para sugerir que se trataba de un tumor, y yo no quería uno en mi cuerpo, especialmente en mis testículos. Pasados 20 minutos cancelé el vuelo, le llamé a Renee para decirle que el vuelo se había retrasado y avisé a emergencias que estaba en camino.
Las ocho horas pasaron muy rápido. Un dato interesante sobre Guatemala: excelente servicio médico. Me examinaron, hicieron un ultrasonido y me dijeron, para mi enorme alivio, que el tumor era benigno. Simplemente se trataba un depósito de grasa. Desaparecería por su cuenta en cuestión de semanas. Me fui a casa en el siguiente vuelo.
Eran aproximadamente las 10 pm cuando llegué a casa. Ya hacía casi dos meses desde que vi por última vez a mi mujer. No hace falta decir que ambos estábamos felices por el reencuentro. Me di una ducha, refregué muy bien los rincones y grietas y podé un poco la selva que tenía entre las piernas. El bulto que me había provocado tanta tensión apenas 24 horas antes, ya empezaba a disiparse. Existía una buena posibilidad de que Renee ni siquiera lo notara. Terminé el proceso de hacerme a mí mismo moderadamente encamable, me sequé y me dirigí a nuestra habitación.
Renee ya me esperaba en la cama. Podría decir que cuando llegué a casa noté una buena posibilidad de que tuviéramos algo de diversión. Y estaba en lo cierto. Les ahorraré los detalles, pero todo salió según nuestra (mil veces probada) rutina: pellizcos en los frontales superiores, mordiscos en los frontales inferiores, lamidas en los traseros inferiores, intercambio de baba boca a boca y una unión cósmica de genitales. Cuatro bombeadas después yo resollaba en su oído “lo siento, ha pasado mucho tiempo” para en seguida desplomarme sobre su cuerpo.
Me di cuenta que Renee sofocó la risa cuando me dijo que no tenía que preocuparme. Me aparté de ella y miré al techo, jadeaba como un Golden Retriever. Mientras analizaba la rotación del ventilador de techo y deseaba silenciosamente que el periodo refractario pasara rápido, empecé a sentir comezón en un sitio bastante desagradable. ¿Todos somos mayores aquí, cierto? Bueno, como no tengo una mejor manera de decirlo, la punta de mi virilidad se sentía como si estuviera siendo importunada por una hiedra venenosa. Empecé a rascarme, tratando de no irritarme mucho. Obviamente, Renee lo notó de inmediato. Mi mujer empezó a reírse y a preguntar “¿Es en serio…?”, entonces se detuvo e hizo una mueca de dolor.
“¿Estás bien?”, pregunté haciendo mi mejor esfuerzo para quitarme la sustancia pegajosa de la mano sin que mi esposa notara que lo estaba haciendo en su lado de la cama. “Sí”, me dijo. “Creo que es resequedad en la piel o algo así. ¿Estás listo para el segundo episodio?”
“Por supuesto”, le dije, mintiéndole por completo. “Ahora regreso”.
Me levanté y caminé por aquella habitación oscura hasta el baño, esperaba que orinar aliviara ese malestar creciente. Una vez en el baño, me paré frente al inodoro, ligeramente perturbado por la forma en que la luz de la luna dibujaba una sobra en la pared haciendo parecer como si tuviera un par de senos verdaderamente enormes. Orinar ayudó a que la picazón se fuera – quizá un segundo o dos. Entonces volvió con ganas de venganza; ya no solo era en la punta, sino en toda el área. Apreté los dientes y me incliné para encender la luz. Ahí fue cuando grité.
Decenas de arañas marrones pequeñitas pululaban por todo mi miembro, en el frente de mis testículos y sobre la mano izquierda que lo había sostenido mientras orinaba. Grité nuevamente y apreté una mano sobre otra, aplastando aquellas cosas pequeñas de mi puño y alejándolas de mí. Renee, que se había levantado tras el primer grito, vio la escena y se quedó sin aliento. Miré en su entrepierna y casi me desmayo. Cientos, tal vez incluso miles, de esas cosas escapaban de ella y descendían por su muslo derecho. Aún no se daba cuenta.
Ahora no solo era picazón, también apareció un dolor que recorría toda la uretra mientras una nueva ola de arácnidos se empujaban a sí mismos fuera de mi; su viaje ya no era tan sencillo gracias a que el primer grupo desapareció toda la lubricación. Renee finalmente se dio cuenta de su propia condición y ahogó mis gritos con unos chillidos que casi rompen las ventanas. Se pasó los dedos y retiró pegotes enteros de arañas bebé retorciéndose, aún había más entre los confines pegajosos de lo que había dejado mi penoso y decepcionante intento de relación.
Salté a la ducha e intenté dirigir el chorro helado al lugar de donde las arañas bebés seguían brotando. Renee salió corriendo del baño, pero no la seguí. Tenía mis propios asuntos que resolver. Gradualmente, en el transcurso de un par de minutos, las arañas dejaron de salir. Cerré la llave del agua para buscar a mi esposa. Todo lo que tenía que hacer era seguir a las arañas bebés atrapadas en gotas sobre el suelo. Encontré a Renee en la cocina, con la pierna derecha sobre el mostrador, intentando dragar las criaturas restantes de su cuerpo con la manguera del fregadero. Me miró. El suelo estaba empapado, pensé que no era un buen momento para contárselo. Probablemente ya lo sabía.
Me ofrecí a ayudarla, pero me dijo que la dejara sola. Un par de arañas más se arrastraron fuera de mi miembro, ahora pequeño y flácido. Le pregunté si estaba segura. Me dijo que sí.
Una hora después que el último arácnido fue purgado de nuestras respectivas anatomías, fuimos hasta el coche y conducimos al hospital. Renee no estaba nada contenta. Fue un recorrido bastante largo y lleno de silencio, haciendo nuestro mejor esfuerzo por ignorar lo que había sucedido. No tuvimos mucho éxito. Me sentía terrible e intenté aligerar un poco la situación. “¿Entonces, viste la cantidad de arañas que salieron de ahí?”, le pregunté y me respondió con un codazo. Resopló y soltó una risa inesperada limitándose a decir, “justo ahora te odio más que a nada, maldita sea”.
Dejamos el hospital después de 12 horas en las que nos hicieron ultrasonidos, rayos-x y cientos de preguntas por cada médico en ese lugar. Aparentemente, los huevecillos de araña pueden parecer un depósito de grasa en los obsoletos ultrasonidos que se utilizan en Guatemala. Nadie pudo explicarme cómo exactamente un huevo de araña había llegado hasta allí, pero los médicos dijeron que suceden cosas más extrañas. Ninguno de los dos se sintió particularmente consolado por ese hecho.
Una vez que nos dieron de alta y recibimos cinco ramos de flores del hospital, nos dijeron que cada una de las personas que trabajaba en ese lugar sabía lo que había pasado, así que nos fuimos a casa. Y eso fue todo. Sin embargo, encontramos telarañas por toda la casa hasta casi una década después de aquel episodio. Qué recuerdos.
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