Hola. Mi nombre es Jillian y soy una superviviente. Hago esta tarea para mi grupo de apoyo sobre culpa del sobreviviente. Nos reunimos cada semana para procesar nuestros sentimientos y ofrecernos apoyo mutuo. Cuando empecé a asistir había unos pocos miembros, pero ahora ya superamos la veintena. El grupo está encabezado por Ernesto. Es esa clase de hombre amable en el que puedes buscar apoyo. Apenas puedo creer que no cuente con entrenamiento formal.
Esta semana Ernesto nos pidió que escribiéramos una carta explicando por qué tenemos la culpa del superviviente. Nos dijo que no teníamos que compartirla, pero que era primordial entender de dónde viene nuestro dolor. Así que lo intentaré.
Tengo culpa del superviviente porque soy víctima de un Carcelero.
No, no es por eso. Maldición, se supone que no puedo decir que soy una víctima. Ernesto nos dijo que somos supervivientes. Que sobrevivimos por algún motivo. Ninguno puede victimizarse a sí mismo. Pero a veces… no me siento como una superviviente. Siento que quizá debí haber sido yo la que murió. Quizá no merezco estar aquí. Y esa es la verdad, siento culpa por que no creo que mi vida valga tanto como valía la de Carla.
Llegué a conocer muy bien a Carla. Pasamos bastante tiempo formando una relación. Estábamos firmemente presas a un candado en el suelo, con las manos y los pies atados con fuerza una frente a la otra. Nos encerraron en una jaula con forma de U. Ninguna de las dos tenía ropa. Cuando llegué al ático del Carcelero estaba ilesa, pero Carla se veía seriamente herida. Había estado allí por meses. Tenía moretones por todo el cuerpo. Le habían arrancado una porción de cabello. Estaba perdiendo sus dientes. Ese primer día me sentí asustada y desorientada. Ella me tranquilizó. Me dijo qué esperar. Me dijo quién era el Carcelero y su forma de operar. Su voz era tan afable. Aún puedo escucharla.
Su voz y su llanto.
“Te pedirá que hagas algo. Empezará con algo sencillo. Será doloroso, ya sea para ti o para mí. Pero tienes que hacerlo. Si lo haces, recibiremos alimentos. Si no lo haces, nos matará de hambre”.
Traté de comprender lo que me decía, pero nada tenía sentido. Ella suspiró: “esta es la única vez que voy a decirlo: discúlpame por todo lo que te haré”.
Y mantuvo su promesa. Nunca jamás me volvió a pedir disculpas.
Carla me dijo que tenía tres hijos. El mayor se graduaría de la secundaria muy pronto. Ella tenía una familia, una vida. Yo solo era una adolescente en la universidad. Ni siquiera tenía un novio que me echara de menos. Pero eso no importaba. Cuando llegaba el momento de cumplir su voluntad, todo lo que fuimos en el pasado perdía importancia.
Siempre vestía un pasamontañas. Era naranja brillante. Jamás hablaba. Solo llevaba una serie de tarjetas con instrucciones. Era paciente. Enfermizamente paciente. Supuse que tendría unos cuarenta años por su estatura y porte. Sin lugar a dudas era un hombre blanco. Pero más allá de eso no sabía nada.
La primera orden fue vomitar sobre Carla. Esto fue 24 horas después que me secuestró. Estaba hambrienta y cansada. Le dije que no entendía. Él simplemente sacudió la tarjeta de forma agresiva. En voz baja, Carla me dijo que simplemente lo hiciera. Si lo hacía, él nos alimentaría. Pude distinguir en la mirada de Carla que esto no era lo peor de todo.
Traté de vomitar, pero sin mis manos fui incapaz de lograrlo. Estaba llorando e implorándole que nos dejara ir. Tras diez minutos de espera rompió la tarjeta y la arrojó sobre nosotros. Fue entonces que Carla se lanzó sobre mí. No sabía cómo pudo tirar de esas cadenas tan apretadas. Cayó sobre mí y me clavó los dientes en el hombro. Yo grité y traté de sacármela de encima. Su mandíbula se encajó más profundo y con un empuje violento me arrancó un trozo de carne. La sangre empezó a brotar. El shock hizo que me desmayara.
Desperté poco tiempo después. Carla seguía tranquilamente sentada frente a mí. Cuando la vi traté de alejarme lo más que pude. Las cadenas me ciñeron las muñecas. Ella sacudió la cabeza con tristeza. “Debes hacer lo que él diga”.
“¿Por qué demonios hiciste eso?”
“Por qué fallaste. Si no te lastimo, no habría conseguido alimento. Pero ahora yo estoy satisfecha y tú tienes hambre”.
Traté de ver mi hombro. La piel estaba desgarrada. Podía ver su dentadura contorneada sobre mi carne. El dolor irradiaba hacia todo el cuerpo. Carla se limitó a sacudir la cabeza y a mirar al suelo.
El Carcelero abrió la puerta de nuestra celda e ingresó. Tiempo después supe que nos encontrábamos en un ático, y que la casa pertenecía a un anciano que el Carcelero había asesinado meses antes. Creo que nadie extraña a los ancianos. La casa estaba en el medio de la nada, a kilómetros de la siguiente propiedad.
Me estremecí cuando vi al Carcelero sentarse cerca de nosotras. Llevaba el mismo pasamontañas. Levantó una tarjeta para Carla. Decía “Trágate su saliva”.
Ella me gritó “escúpeme en la boca”.
“Yo… yo ni siquiera sé si puedo”.
Carla agitó sus cadenas. “¡Hazlo!”.
Me chupé las mejillas. Hacía horas que no había ingerido ni una sola gota de agua. Junté tanta saliva como pude sobre mi lengua. Ella abrió la boca lo más grande que pudo y escupí en sus labios. Se relamió como si fuera vino. Mi estómago vacío se revolvió. Ella actuaba como si esto fuera nada.
El Carcelero no mostró señal alguna de aprobación o desaprobación. Simplemente levantó la siguiente tarjeta para mí. “Rómpete una mano”.
“¿Qué?” No me había dado cuenta de lo ruidosa que podía ser mi voz con la boca reseca.
“Solo hazlo”, me dijo Carla. “En verdad, no quiero saborear tu sangre una vez más”.
Me quedé mirando a mi mano, tal como lo hago en este momento. Los huesos jamás sanaron de la forma correcta. Tiene la apariencia de un saco de huesos unidos por la piel. A duras penas puedo usar mi otra mano. Me da tanta vergüenza. Cada vez que veo los dedos maltratados recuerdo las cadenas aplastándolos una y otra vez. Los crujidos y los espasmos de dolor aún hacen eco en mi memoria. Pero Carla apenas se inmutó.
Había visto cosas mucho peores.
Estaba llorando, tanto por el dolor como por la situación. El Carcelero no emitió ningún sonido. Simplemente bajó la tarjeta. Había hecho lo que él quería. Nos dejó un instante y regresó con dos cenas de microondas. Carla y yo nos embarramos el rostro, lamiendo el plástico hasta dejarlo limpio. El Carcelero nos observaba. Quizá disfrutaba de la desesperación de nuestro banquete. O quizá era ambivalente. No podíamos ver nada tras ese pasamontañas de color naranja.
Después que terminamos el Carcelero se fue y empecé a tramar un plan. Lo bueno de romperme la mano fue que pude deslizarla entre las cadenas. Carla me observó en silencio mientras sacaba la mano. Sus ojos me decían que tuviera cuidado. La ignoré. No había forma de que volviera a pasar por eso otra vez.
Usé mis dedos rotos para sentir el suelo. Quizá allí había algo que podía usar para liberarme. Carla sacudió la cabeza con tristeza. “Es inútil”, dijo sin mirarme.
Pasé horas barriendo el suelo de madera con la mano. Nada. No había nada en ese suelo astillado, ni siquiera un clavo oxidado. Lloré en silencio mientras me estiraba lo más que podía. En algún momento de la noche, cuando Carla se quedó dormida, encontré algo.
Era una cría de rata. Sin pensar la tomé. El crujido de mis huesos rotos era repugnante. Pero pude sostenerla. Chilló y trató de huir, pero usé todas mis fuerzas para mantenerla entre mi mano. No estaba segura de cómo una cría de rata podría ayudarme a escapar. Vi sus profundos ojos negros aterrorizados. La sentí retorcerse. Y fue entonces que se me ocurrió. Si no podía forzar la cerradura con un clavo viejo…
Carla estaba profundamente dormida. Cerré los ojos. Eso no iba a ser nada bonito. Aún puedo sentir el sabor de la sangre y la piel que experimenté mientras desgarraba la rata con los dientes. Chilló. Lo más humano habría sido romperle el cuello, pero necesitaba su columna vertebral intacta. En lugar de eso la despellejé. Una vez que hice un agujero lo suficientemente grande usé mi mano sana para tomar la columna vertebral del animal. La rata había dejado de dar batalla pero aún sangraba. Mi rostro estaba cubierto de sus entrañas. Con mucho cuidado, retiré la espina dorsal. Era pequeña, pero esperaba que fuera suficiente para liberar la cerradura. Incapaz de sentir piedad, deseché la rata. No sé cuánto tiempo le llevó morir.
La siguiente hora la pasé tratando de forzar la cerradura. Solo necesitaba liberar el enorme candado en nuestros pies. Era una cerradura bastante vieja, así que tuve cuidado de no romper el hueso. Babeaba mientras trabajaba. La libertad estaba tan cerca. No estoy segura del tiempo que me tomó retirar el candado, pero cuando sonó ese pequeño clic grité victoriosa.
Desperté a Carla. Ya no me importaba. Me quité las ataduras de los pies y luché con las cadenas alrededor de mi mano. Carla empezó a entrar en pánico. “No, no. Detente. Maldita sea”.
Pero ya era libre. Me puse de pie, temblorosa. Hacía días que no me apoyaba sobre mis pies. Mi cuerpo estaba débil y cansado, pero estaba lista. Sabía que saldría de allí.
Mi grito no solo despertó a Carla. El Carcelero azotó la puerta, vio mi pequeño cuerpo libre de sus cadenas. Estaba preparada para luchar contra él. A pesar de mi horrible condición, hubiera preferido la muerte antes que me atrapara de nuevo. El Carcelero me miró de arriba abajo, y luego caminó a mi derecha. Se arrodilló cerca de Carla, que en ese momento estaba sollozando. Volteó la cabeza y me indicó con la mano que me fuera.
“¿Simplemente me vas a dejar ir?”. Le pregunté aturdida.
Asintió. Repitió el gesto para que me fuera y con la otra mano pasó un dedo por la garganta de Carla. Comprendí lo que quería decirme. Si me iba, mataría a Carla. Hice una pausa. Mi humanidad se arrastraba de nuevo. Carla era una buena persona. Ella intentó ayudarme. ¿Era posible que simplemente la dejara morir?
Ella no pidió clemencia. Solo lloró y me miró, cara a cara. Yo sabía lo que tenía que hacer.
Y así fue como escapé. Salí corriendo de aquella horrible casa y nunca más miré hacia atrás. Iba desnuda y llorando mientras gritaba por ayuda. Corrí kilómetros, tropezándome con los obstáculos más pequeños. Pero eventualmente llegué a otra casa y llamaron a la policía. Me llevaron al hospital y me trataron las heridas.
Sobreviví. ¿Acaso no es eso lo que los humanos debemos hacer? Subsistí a pesar del costo. Sin embargo, el rostro de Carla aún me sigue atormentando. Debí permitirle que siguiera viviendo. Ella era la más fuerte. La buena. La única con una vida. Ernesto me dijo que yo no maté a Carla, el Carcelero lo hizo. Pero la verdad es que bien podría haber sido yo.
Tengo que finalizar la carta aquí. Mañana la leeré ante el grupo. Ernesto dice que regresar a la escena del crimen, incluso con el recuerdo, puede ser terapéutico. Pero eso hacen los criminales. Revisitan sus malas acciones.
No sé por qué Ernesto quiere que escriba esto. Quizá quiere ver el crimen desde mi perspectiva. No cuestionaré sus métodos. Solo quiero cerrar el ciclo. Quiero sentir que hice lo correcto. Casi desearía que el Carcelero estuviera aquí para que me recompensara con una comida congelada. Pero nunca lo atraparon. Dejó el cuerpo de Carla en el ático, medio comido por las ratas.
Culpa del sobreviviente… ¿alguna vez desaparece?
Ernesto diría que no. Pues de poder desaparecer, ¿por qué el Carcelero me liberaría? Él me reclamó como una víctima, a pesar de que aún sigo con vida.
Un texto de EZmisery, traducido y adaptado por Marcianosmx.com
El artículo Culpa del sobreviviente – Creepypasta fue publicado en Marcianos.
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